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martes, 26 de marzo de 2013

Marx hoy. Segunda parte: Dominación caníbal


(Viene del post anterior. Las citas de las que no se diga lo contrario corresponden a Manuscritos: Economía y filosofía, de Karl Marx.)


La enajenación de la persona / trabajador no sólo tiene efectos inmediatos en lo que a la producción se refiere. No basta con convertimos en parte de la oferta y la demanda, herramientas que hay que atender sólo para que no dejen de funcionar y cuya tasa de renovación no hay que perder de vista. La enajenación ofrece interesantísimas ventajas desde el punto de vista de la dominación (para evitar confusiones: lo que sigue en este párrafo es una reflexión mía, todo lo mía que puede ser una reflexión hecha al tiempo que leía un texto de Tiqqun que en buena parte estaba inspirado en Foucault y el biopoder que a su vez...). No hay arma de guerra más poderosa que la persona, entiéndase de forma metafórica o literal, según el ánimo de cada cual. La dominación exige el monopolio de la violencia. Mientras hace todo lo posible por acaparar las justificaciones morales para su uso, se asegura de poseer la casi totalidad de armas. La revolución solo puede contar con nuestros cuerpos y nuestras almas (voluntad, presencia, poder...). Sin embargo, y para nuestra desgracia, operada la enajenación, esto es, la separación de cuerpo y alma, perdemos casi todo nuestro potencial. Ya no somos capaces de luchar, de tomar lo que nos pertenece, apenas llegamos a acordarnos si hoy hemos tomado el antidepresivo o no, a arrastrarnos de la cama al lavabo, del lavabo al coche, del coche al lugar de trabajo o la oficina del INEM... Y siempre con la escondida certeza de que la vida no es lo que estamos viviendo. Por eso, el camino hacia el mundo nuevo se irá haciendo a base de reparaciones, de unir lo que se ha separado, nuestros cuerpos y nuestras conciencias, los humanos y los humanos, los humanos y la naturaleza.

Para que la sumisión fluya sin problemas, para que aceptemos gustosos el hachazo que nos separa cuerpo y conciencia, debemos ser nosotros quienes lo busquemos voluntariamente, quienes ofrezcamos nuestro costillar al frío acero de la dominación. El proceso es relativamente simple, al menos a la hora de formularlo. Primero se elaboran unos argumentos sencillos, iluminados por ideas fuerzas, por eslóganes fáciles de retener: realización en el trabajo, capital humano... Luego se lanzan a la población de forma amable y constructiva de tal forma que los hagamos nuestros. Por último, se abre una cuenta en Suiza para llenarla del dinero obtenido de la mercancía robada.


Veamos la idea de que el trabajo realiza. El colmo de la felicidad es encontrar un trabajo que nos realice, que nos permita hacer real nuestra condición de humanos. A veces, no queda más remedio que admirar la efectividad de la dominación. Sin embargo, no hay realización posible. El trabajo nos enajena, nos saca de nosotros mismos, y nos entrega a poderes extraños y hostiles. Por lo tanto, cuanto más trabajemos, más enajenados estaremos, más desrealizados, menos humanos. 

«La enajenación del trabajador en su objeto se expresa, según las leyes económicas, de la siguiente forma: cuanto más produce el trabajador, tanto menos ha de consumir; cuanto más valores crea, tanto más sin valor, tanto más indigno es él; cuanto más elaborado su producto, tanto más deforme el trabajador; cuanto más civilizado su objeto, tanto más bárbaro el trabajador; cuanto más rico espiritualmente se hace el trabajo, tanto más desespiritualizado y ligado a la naturaleza queda el trabajador».



La crisis puede verse como un accidente, algo que nos ha caído encima como una montaña que se desploma sin que nadie haya podido preverlo, o, como dirían los de Tiqqun, como una posibilidad incluida en los distintos dispositivos que nos dominan. Efectivamente, la crisis es un momento de oportunidad (tanto como una forma de gobernar). Pero no para que nos reinventemos y salgamos adelante. No. Es una oportunidad, provocada, para que la dominación nos desgaje más todavía, nos abra, un poco más, en canal, y nos hunda en el pozo sin fondo de la sumisión. La crisis se traduce en paro, el paro en desesperación, la desesperación en la necesidad imperiosa de conseguir trabajo, esa necesidad imperiosa en la asunción de todos los argumentos de la dominación en relación al trabajo, es decir, en nuestra identificación con mercancías, con cosas que se ponen y quitan, que se compran y venden, siempre al mejor postor. «Tan pronto, pues, como al capital se le ocurre -ocurrencia arbitraria o necesaria- dejar de existir para el trabajador, deja éste de existir para sí: no tiene ningún trabajo, por tanto, ningún salario, y dado que él no tiene existencia como hombre, sino como trabajador, puede hacerse sepultar, dejarse morir de hambre, etc». Nuestra esencia ha sido depositada en el trabajo de tal forma que cuando nos lo arrebatan ya no sabemos qué somos. No solo perdemos la casa o la forma de cuidar y alimentar a los nuestros, perdemos lo que habíamos considerado nuestra esencia. Ahí están los suicidios para confirmar esta situación intolerable.

La crisis es la oportunidad creada por la dominación para aclararnos que no debemos aspirar a ser más que simples piezas de sus máquinas productoras de beneficios. El abismo del paro se nos pone delante para recordarnos que vivimos solo porque somos necesarios para el capital.


Hay que trabajar, por cuenta propia o ajena, ya no importa. ¿Cómo valorarías del 0 al 10 la siguiente afirmación: el trabajo es lo más importante de la vida? pregunta la orientadora laboral de la fundación de un sindicato mayoritario. Debemos seguir formándonos para convertirnos en una mercancía atractiva para el explotador. Y corremos gustosos a hacerlo, esclavos ansiosos de amo. «El trabajador tiene, sin embargo, la desgracia de ser un capital viviente y, por tanto, menesteroso, que en el momento en que no trabaja pierde sus intereses y con ello su existencia, su vida». Resulta que no podemos vivir sin trabajar. Nos azuzan la fiera del paro y corremos como gallinas aterradas para huir de ella. Gallinas que buscan que la zorra les proteja.

Y la zorra acepta protegernos del lobo del paro pero a cambio de comerse uno de nuestras pechugas. El canibalismo del explotador se formula en términos económicos. Se reduce la oferta de trabajo por lo que su demanda se dispara. La mercancía trabajador debe mostrarse lustrosa, llena de conocimientos y sumisiones (envíeme usted a Finlandia si hace falta, pero déme trabajo, aunque sea un minijob, no me importa ser un minihumano), despojada de toda veleidad en cuestión de derechos. Teniendo una demanda inmensa de empleo, el explotador aprieta las tuercas de la mercancía humana, reduce salarios, elimina derechos. ¿Hace falta ilustrar esto último con ejemplos actuales? Y, mientras la zorra nos mastica la pechuga, debemos dar gracias, llorar por un ojo, no por el dolor de ser devorados, sino por la suerte de ser devorados. Marx cita al economista suizo Wilhem Schulz: «[los trabajadores] tienen que considerar como una suerte la desgracia de haber encontrado tal trabajo». Rabiosa actualidad la de esta cita porque ahora se escucha una y otra vez eso de "y da gracias que tienes trabajo" (aunque sea una mierda, aunque te exploten descaradamente, aunque te consuma la vida).

Marx no ahorra calificativos en contra del trabajo: «Que el trabajo mismo, digo, es nocivo y funesto» o «Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste». Propone su reducción al mínimo: «una jornada media de cinco horas [cálculo hecho en la Francia de mediados del siglo XIX y sus correspondientes avances tecnológicos, que ahora nos pueden parecer ridículos] para todos los capaces de trabajar bastaría a la satisfacción de todos los intereses materiales de la sociedad...». Cinco horas pero de un trabajo libre, que sí nos realice: «El objeto de trabajo es por eso la objetivación de la vida genérica del hombre, pues éste se desdobla no sólo intelectualmente, como en la conciencia, sino activa y realmente, y se contempla a sí mismo en un mundo creado por él».


El trabajo, situado en el centro de la dominación, debe ser liquidado o, en el peor de los casos, cambiado radicalmente. No basta con pequeñas reclamaciones ni con reformas que no vayan al meollo de la cuestión. ¿Qué porcentaje de la actividad sindical actual queda deslegitimada en la siguiente afirmación: «Un alza forzada de los salarios [...] no sería, por tanto, más que una mejor remuneración de los esclavos, y no conquistaría, ni para el trabajador, ni para el trabajo su vocación y su dignidad humanas»? Los sindicatos no necesitan ya a nadie para hundirse en la miseria, se apañan muy bien ellos solitos, pero ya no es que su acción sea inútil es que incluso cuando hablan de sus éxitos es más que probable que de lo que hablen sea de su exitosa colaboración en el mantenimiento de la dominación. Lo que debe ser barrido de la faz de la tierra, del interior de nuestras cabezas, para siempre jamás es «el derecho, aún generalmente reconocido, a una explotación incondicionada de los pobres por los ricos» (Marx cita de nuevo al economista suizo Wilhem Schulz).

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